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Rascando la tierra

 

     Con la mejor de mis intenciones, cogí semillas de amapolas y decidí plantarlas. Tenía que ocupar mi mente en algo más que tú, pero a las tres de la madrugada no se me ocurría otra cosa mejor que hacer. Aunque no lo necesitaba, gracias a la luna llena veía perfectamente. Me arrodillé y, tras volcar toda la simiente, no sé a cuento de qué me entraron unas ganas incontrolables de rezar. Lo intenté, pero sólo me salían resoplidos. Finalmente, desistí. Luego me lancé a rascar la tierra con ambas manos, un poco a la desesperada, por no decir bastante tosco. Por cada manotada levantaba medio kilo de tierra, y paré. De alguna manera temí llegar demasiado profundo. Entonces cogí la bolsa de la simiente y la abrí de un mordisco. El sabor me gustó tanto que, antes de darme cuenta, me lo había comido todo. Reconozco que sembrar amapolas encima de tu nicho no se me estaba dando demasiado bien, por eso me entró una gran desazón cuando comprendí que mi penitencia no iba a terminar ahí. Y es que los hombres lobo nunca hemos sabido comportarnos muy bien ni como hombres ni como lobo.

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