La sucesión
Sábado por la tarde. Otoño. Llevo varias horas frente al televisor y, una vez más, he perdido la noción del tiempo. Ni aburrido ni entretenido, ni fu ni fa. Un personaje de labios como neumáticos y ojos taimados lleva no sé cuántas horas celebrando no sé qué victoria política. De pronto, a tres o cuatro metros de donde estoy suena el teléfono. Fiel a mi costumbre, no hago el más mínimo esfuerzo por cogerlo, a ver si con un poco de suerte se cansan y cuelgan. Efectivamente, deja de sonar y sonrío ante lo que considero una victoria incuestionable. Pero apenas unos minutos después vuelven a golpear mis oídos con otra llamada. Resoplo y decido entonces poner en práctica un plan alternativo, esto es, desplazarme hacia el aparato muy lentamente, cual astronauta por el espacio ingrávido, de manera que no me dé tiempo a cogerlo. Eso me serviría de excusa en caso de preguntas impertinentes. Pero a pesar de mis esfuerzos por dilatar los movimientos y no perder el equilibrio, el ring-ring sigue y sigue y sigue hasta obligarme, resignado, a descolgar. “¿Diga?”, refunfuño. Juan Carlos, rey de la soledad. “¿Qué vas a hacer ahora?”, me pregunta con su voz gangosa. Nada, no tenía pensado hacer nada. “¿Nos vamos a Malasaña?”. A mí me apetece un pedo, pero tengo un problema, que como soy un tanto apocado no sé decir que no a nadie, más que a mí mismo, y esto lo suelo hacer con bastante asiduidad. “Bueno, vale”, le respondo. Quedamos en la parada del autobús que hay frente al bingo. Años atrás era un cine del barrio.
“Hola ¡Corre, que ya llega!”. ¡Joder con el monarca, qué cagaprisas! ¡Y cómo corre el cabrón! Una vez en el autobús me da un ataque de tos por la fatiga, pero se me corta casi al instante, cuando una vieja gordísima me sonríe libidinosamente y me enseña sus piernas varicosas hasta las humeantes bragas. Un asco absoluto. Para evitarle falsas esperanzas aparto rápidamente la mirada y descubro a un niño sentado al final, metiéndose un dedo en la nariz. Su madre le arrea tal guantazo que por poco se la revienta. De todo ello soy testigo mientras el rey es sólo un susurro que me habla, pero yo no me entero muy bien. “¿Qué has hecho hoy?”, creo que me pregunta. “Nada”. Pero da lo mismo, porque entonces caigo en la cuenta de que no hemos comprado el billete y observo, a través del retrovisor interior, que el conductor no nos quita ojo. Justo en ese momento, la puerta se abre y Juan Carlos vuelve a gritar: “¡Corre!”. Por suerte al saltar caemos lo que se dice en mitad de la plaza del Dos de Mayo, Malasaña, nuestro destino. Ningún percance, excepto que al monarca se le ha caído la corona y ha perdido un pedrusco rojo que tenía incrustado. Sin embargo, no parece importarle. Se la vuelve a colocar, y en paz.
Lo primero que hacemos es comprarnos una cerveza de litro y sentarnos en un banco. Y ya está. No tenemos ni un pavo, y eso es lo más a lo que podemos aspirar. A nuestro alrededor los piojos saltan de cabeza en cabeza, los camellos esconden la droga en sus jorobas y la enseñan por la boca. “¿Quieres costo?”. “No”. Enclenques figuras arrastran sus melenas por el suelo barriendo con ellas sus huellas y aparecen, a manojos, en cada puerta de cada bar. “¡Cuidado, no me empujes! ¡Dejadme pasar, joder!” .
Tras el último trago de la botella, las luces de las farolas y los rótulos se han transformado en estrellas luminosas. Sin darnos cuenta llevábamos un rato riéndonos, sentados en nuestro triste banco, y ese detalle nos provoca aún más hilaridad. Al fin, nos levantamos y nos dirigimos a uno de los locales. Una enorme multitud se presenta ante nosotros haciéndonos partícipes de su mejor espectáculo. Máscaras contraculturales, ropas de piel sintética, y una canción de Radio Futura que invita a mover el esqueleto sin cesar. Bulla, risas caprichosas, sonoras y, a veces, sinceras. En un intento desesperado por justificar mi presencia en un sitio donde todo el mundo parece feliz menos yo, me enciendo un cigarrillo y me aferro a un razonamiento de grado superior que me hace sentir bien: el cielo y el infierno se encuentran aquí, entre nosotros, y sólo nuestra inteligencia y nuestro sentido común sabrán indicarnos cuándo estamos de visita en uno y cuándo en el otro. Visto con perspectiva la idea no es nada original, pero da igual. Me sirve como justificación de mi actitud autocomplaciente. Además, antes de darme cuenta ya se me ha olvidado. A pesar de las estrecheces, las nalgas de las chicas botan y rebotan contra el suelo de forma sensual y provocativa. Conociéndome como me conozco tengo perfectamente claro que a lo máximo que puedo aspirar es a ser un mero espectador de esa coreografía. Porque además el monarca es como yo. En esa materia somos lo que se conoce como unos paraos.
Al poco desaparece el efecto de la cerveza y eso me baja aún más la moral. Ahora sí que no le entro a una chica ni suplicándomelo ella. Miro a mi amigo y noto en él la misma frustración. Hay que joderse. La verdad es que con la corona magullada y caída hacia un lado da un poco de pena, ni parece un rey ni parece nada. La niebla que brota desde el fondo de la tierra y envuelve nuestros rostros desolados, confunde nuestras miradas y nuestros gestos, con la mirada y los gestos de los demás. Por fin, algo se le ocurre a mi amigo.
- ¿Nos vamos a rondar entre la caterva?
- ¡Qué!
No es que no lo oyera, es que este puto rey tiene la puta costumbre de usar palabras que sólo conoce él.
- ¡Que si nos vamos de aquí!
Lo intentamos. Salimos a la calle y conversamos por primera vez en toda la tarde. “¿Costo?”, insisten los camellos. “No”. Cuando se nos han acabado las ideas, las palabras y la voz, a Juan Carlos le viene de pronto una arcada repentina y le entran ganas de vomitar. Sufre. Parece como si le quisiera salir un alien por la boca. Al fin, consigue articular lo siguiente:
- ¿Tú crees en Dios?
¡La madre que me parió, con la dichosa preguntita! Atónito y, casi asustado, levanto las cejas, le miro a los ojos, luego mis uñas, el bulto a un marica, el culo a una chica, la entrada de un bar, el culo a otra chica, la matrícula de un coche –“¿Costo?”. “No”-, la barba de un viejo, las gafas de un tipo, el faro de una moto, la luz del faro, bajo las cejas y respondo, lacónico:
- Eh…
Pero parece que a su Alteza con eso no le vale.
- ¿Agnóstico? - insiste.
- Yo…– dejo caer, incómodo. No me gusta andar por la cuerda floja. Pero, gracias a dios, pasa por nuestro lado una chica con la que uno no sabría ni por dónde empezar, y el monarca se olvida inmediatamente del asunto.
- ¿Has visto a esa? - me pregunta salivando. Y ya está, se olvidó de Dios.
Algo más tarde decidimos volvernos a casa. Esperamos durante más de un cuarto de hora al autobús. Pasa uno. Está lleno y no para. “Pero, ¡qué pasa!”, exclama la gente. Casi al momento pasa un segundo autobús y, como también va lleno, tampoco para. Cortes de manga, silbidos, abucheos y demás. Segundos después llega otro, pero éste sí que tiene que parar porque un semáforo que hay al lado se ha puesto en rojo. El conductor, que ya sabe lo que va a pasar, babea de rabia. La gente se aglomera alrededor del autobús. Las súplicas, los gritos, las riñas, las quejas y los dedos señalando los relojes se entremezclan y forman una masa heterogénea y compacta. El hombre del volante accede y abre la puerta. Como una gigantesca ola arrasamos hacia adentro llevándonos todo por medio. Los de detrás empujan a los de delante, los de delante a los de dentro y los de dentro no empujan a nadie, pero se sienten empujados. Una mujer grita y dice que el señor de al lado tiene los ojos en blanco y se le están saliendo las tripas por la boca. A un hombre le dan un hachazo en la mano, justo en el momento en que va a pagar, y se la dejan colgando por un hilo de sangre. Una ballenuda y emperejilada señora me grita, con el índice levantado, y me advierte que no vuelva a pisarle porque si no me matará. Tras pedir disculpas miro al suelo y veo un dedo morado, enorme y estrujado, con millones de moscas libando sobre él. Un viejo calvo y, además desdentado, se saca una navaja del bolsillo de su chaqueta, la abre y se la clava en la frente al joven melenudo que tiene a su lado, mientras grita que él quería ser piel roja, que él siempre había querido ser piel roja para arrancar cabelleras. Una chica joven tira a su hijo por la ventana y recibe, con los brazos abiertos, a un muchacho desconocido con el que hará el amor. La mujer a la que antes aplasté el dedo del pie se revuelve, saca una pistola del bolso y me chilla, histérica y salpicando mi cara de saliva, que ya me lo advirtió, y que ella nunca dice las cosas dos veces. Apuntándome hacia el corazón pega dos tremendos cañonazos, cuya detonación romperán los cristales del autobús y los de mis gafas. Sin embargo, una de las balas se confundirá de camino y le atravesará el pecho a su Alteza Juan Carlos, rey de la soledad, quien no puede caer al suelo por la presión que ejercen sobre su cuerpo los cuerpos de los demás. Por mi parte, y antes de dejarme llevar por el terror, noto cómo una tibia gota resbala por mi nariz. Como es fácil deducir el otro proyectil se me ha clavado en el entrecejo. “Joder con la vieja”, pienso, “menuda puntería”.
De pronto, todo el autobús empieza a dar vueltas; vueltas, vueltas y vueltas; vueltas cada vez más rápidas. Vueltas, miles de vueltas, llegando a una velocidad inimaginable. Las figuras se desfiguran, los sonidos se pierden y todo se vuelve blanco. Entonces una luz nos inunda, a saber desde dónde, y devora todo a su paso, a la mujer emperifollada, al viejo piel roja, a la chica con su amante, a mi amigo y hasta a mí mismo, que no me deja ni las pestañas. Llegados al punto donde la luz no tiene más que engullir, empieza a apagarse, al tiempo que las vueltas van disminuyendo la velocidad. Y se van frenando, poco a poco, como sin prisa, hasta que por fin todos volvemos a aparecer en escena, incluidas mis pestañas.
Sentados en la parte de atrás, Juan Carlos y yo estamos cada uno a lo suyo y no nos decimos nada. Delante de mí una vieja rodeada de pieles le enseña los dientes amarillos a un niño llorón, que una joven y despeinada mujer lleva en brazos. Se oye una tos cascada. De vez en cuando, un murmullo se levanta en el aire, se sostiene un momento y desaparece sin más. Así, sosegado y tranquilo, le pido al monarca la corona. Él me la presta encantado porque, según dice, está hasta los mismísimos de ella. Lleva un tiempo pensando en abdicar, aunque aún no sabe a quién pasarle el marrón. Al colocármela yo compruebo que, efectivamente, pesa un huevo, pero que me sienta estupendamente. Y eso que mi almendra es una XL. Satisfecho, cierro los ojos, me acomodo, y me dejo envolver por el ruido del motor.
No sé por qué, pero intuyo que una nueva vida comienza para mí.