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Adiós Júpiter

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    A veces detrás del agua chispeante se vislumbra la luna, y a veces el sol. Pero aquel día llovió, y todo estaba oscuro. Era la lluvia más triste del mundo. Una gota cayó sobre mi mano, resbaló y se precipitó contra el suelo. Entonces comprendí que la lluvia no era tal, sino mi propio llanto. Acababas de decirme la frase que nunca imaginábamos que nos fuéramos a decir el uno al otro:

   - Ya no te quiero.

    Por eso lloraba.  Aquella frase la dijiste y yo la escuché justo cuando me miraba al espejo. Por primera vez tuve que buscar mi reflejo, pero no lo encontré. Incrédulo, mi primera reacción fue buscar la lágrima estampada en el parqué.

   - Ya no te quiero-repetiste desde la nada.

    Y ahí empezó el sueño roto, la pesadilla que nos obligó a viajar por el pasado para quitarle todo su brillo, desdibujarlo, como si la realidad en la que habíamos vivido no fuese más que una fábula. Nada de lo que nos había ocurrido juntos merecía la pena retener. Y entonces llegó la desconfianza y, con ella, la virulencia del odio.

   - ¡Mentira, tú nunca me has querido! – te gritaba desencajado por el rencor.

Todo eran alaridos, rabia, frustración, sufrimiento y una violencia verbal desbocada e insaciable. Insaciable pero inútil. Porque tú ya eras irrecuperable. Te habías alejado de mí definitivamente. Imposible tocarte con la yema de mis dedos, ni siquiera a través del espejo.

    Cuando al fin lo comprendí vino el vacío. Sentí vértigo. Cómo iba a vivir yo sin ti. Porque, a pesar de todo, yo seguía amando todo lo nuestro. Aquellos viajes a Júpiter, la risa estentórea y franca por causas que sólo tú y yo conocíamos, la repentina admiración por una flor cuyo nombre nos inventábamos, la excitación de cruzar el semáforo con los ojos cerrados, la timidez ante el mundo y el miedo a que se descubriese nuestro secreto. Éramos verdaderamente felices en nuestra soledad. Felices y libres. Por eso, al notar cómo se excavaba mi corazón sentí que mi frágil alma se iba quedando al descubierto.

Hasta que llegó la resignación. Poco a poco fui recomponiendo mi vida con un puzle de piezas nuevas. Y aunque de vez en cuando sufría ataques de añoranza y terminaba hecho un ovillo por los rincones, de vez en cuando, también, me olvidaba de ti.

   Un día, no sé por qué, volví a buscarme en el espejo. Nada, como siempre. De repente, una pequeña sombra se movió. Incrédulo, volví a mirar. Era cierto, una lucecita gris se agitaba más allá del cristal, como una mariposa translúcida. Lentamente, y gracias al aleteo de sus alas fueron apareciendo los primeros brochazos. Al poco aquellas manchas se convirtieron en un rostro lleno de canas y arrugas que apenas podía reconocer. Era yo.

    Pero era yo, sin rastro de ti. Y me sonreí. Y me di cuenta de que ya no te necesitaba para seguir viviendo.

    Adiós Júpiter. Adiós locura. Hola cordura.

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