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Tic-tac, tic-tac, tic-tac

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​

    I

-    Buenos días. Dígame.
-    Buenos días. Llamaba por lo del anuncio del periódico.
-    ¿Cuántos años tiene usted?
-    Veintidós.
-    ¿Podría acercarse a esta dirección, por favor?
-    ¿Diga?
-    Buenos días. ¿Es ahí donde el anuncio del periódico?
-    Sí, pero esto es sólo para chicas.
-    Gracias.
-    Buenos días.
-    Buenos días.
-    ¿Tiene alguna experiencia en este tipo de trabajo?
-    ¿Qué?
-    Que si tiene experiencia en este tipo de trabajo.
-    La señorita X en este momento está en una reunión. ¿Llama usted por lo del anuncio? Lo siento, ya está ocupado.
     Todas las voces se le antojaban iguales. Era como si el teléfono las transformase en una sola, fría y transparente, o como si siempre llamase al mismo número. Nada, el puesto ya ha sido ocupado esta mañana. Es de comercial. De qué. De comercial, de ejecutivo. Menudo cinismo, llamar ejecutivo a un vendedor que se rompe los cuernos colocando enciclopedias. Ojeaba las páginas del periódico una por una, hasta el final, y subrayaba lo que le parecía más interesan¬te con un bolígrafo rojo. Nuestro método es infalible. Ya sabemos que la gente se siente reacia a las ventas, pero nosotros le aseguramos que con nuestro sistema... ¡Su sistema se lo podían meter por el culo! Algunas veces, cuando llegaba a las oficinas llenas de empleados de piel de porcelana y ropa de franela, notaba como si se adentrase en otro planeta. No es lo mismo que ir puerta por puerta, usted ya sabe.
     Y pasaban los días, suavemente se deslizaban por su piel y abrían nuevos poros de ansiedad. La búsqueda de un futuro se le antojaba como el centro de Madrid durante el día, irrespirable e imposible. Llegada la noche, se fumaba unos canutos con sus amigos del barrio. Los ojos verdes de su novia lo escrutaban con preocupación. Pero él no hacía caso, al revés la invitaba a participar de la fiesta. Ella lo rechazaba con una medio sonrisa. Tras las primeras caladas empezaba la transformación. Todo les daba igual. Al poco esa indolencia se convertía en risa, y con unas cuantas caladas más en filosofía de la vida.
   Sus amigos tenían caras de cerdo, de las que se estira el morro hacia afuera y se le clavan dos agujeros delante, con almejas por ojos y un pelo que es un manojo de hierba flemática. Y él los miraba y, ya en la última fase, les decía: "¿Sabes cuál es la diferencia que hay entre un coche y yo? Pues que él camina con solo encenderlo y yo me siento parado en el tiempo, en un agujero oscuro, como las fosas de tu nariz”. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. A veces ojeaba los libros de la universidad como quien ojea una reliquia. Pobres años perdidos, sólo me alegro de las chicas con las que ligué. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Aristóteles juega con los pies encima de la mesa, Descartes se orina de miedo a las cinco de la madrugada, Kant se queja de que le duele mucho la cabeza porque Hegel le ha birlado una idea. Menudo morro el de Hegel. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Castillos de arena, nombres que podrían haber sido inventados por una novela escrita por quién sabe quién. Tic-tac, tic-¬tac, tic-tac. Los continuos hachazos del reloj se derramaban por la mesita de madera y se diluían, y se hacían invisibles. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. ¿No lo oyes? Tic-tac, tic-tac, tic¬tac. Es el paso del tiempo. Después de hacer el amor contigo y adentrarme en tus ojos verdes el mundo sigue igual, nada cambia. Una desgracia. Y en ese mundo están los que no necesitan trabajar, los que consiguen trabajar y los otros, los que seguimos pendientes de poderlo hacer. Puto sistema. Dime, ¿no lo notas? Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Un beso de la chica de los ojos verdes le ayudaba a pensar menos. Por eso la quería tanto.

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II

     En cierta ocasión, el viento arrastró por el suelo unas letras escritas a mano:
     "Muchas mañanas, después de buscar trabajo, me quedo dando un paseo por el centro de la ciudad y veo a la gente que va de un lado para otro, caminando a mil revoluciones, parándose a veces un instante y repescando luego la marcha con sus talones. Enanos patizambos que son como gigantes con las piernas clavadas hasta los hombros, mujeres envueltas en trapos de cristal transparente, pieles amontonadas por las calles y una música celestial de Rossini que se abre paso desde una esquina y arrastra, como una oruga, una palma estirada esperando dinero. Y las mujeres con sus trapos de cristal les arrancan la mirada a los enanos patizambos, y la tiran al aire, y juegan con ella hasta que revienta, ¡pum! dinamita. Luego, los enanos patizambos, en los cuadrados de los portales, mueven cáscaras de nueces con un garbanzo dentro, mil, dos mil pesetas, lo tomas o lo dejas, y cuando lo tomas y levan¬tas la cáscara de la nuez hay burro sonriente con una flor en la boca, que nos es un garbanzo, ni mil pesetas, ni tampoco dos mil. Y en las escaleras del Metro una gitana tiene un niño entre los brazos, y el niño tiene un ojito malo con una venda y un esparadrapo, y si le quitas al niño la venda y el esparadrapo verás un abejorro zumbando desesperadamente entre la venda, el esparadrapo y el ojito del niño. Mientras, arriba en el cielo, unas nubes buscan una forma que les sirva para siempre y vuelan reposando su mirada sobre la sombra de abajo, aquella que ahora cruza sigilo¬samente el escaparate y se lleva unos zapatos, y ropa, y un peine de plástico, y un libro de Goethe, y unas gafas de sol, y un pastel de manzana, y una joya de oro y diamantes, y una caja de madera para guardar sus recuerdos más recientes. Entretanto, no muy lejos de allí, en una plaza donde siempre es de noche, los vagabundos revolotean alrededor de una hoguera naranja y azul hecha con la carne de quien llegó en último lugar."

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III

     Un día, cuando el sol atravesaba las últimas gotas de una llovizna y el arco iris brindaba sus colores con las primeras horas de la tarde, un libro se dibujaba junto a la luz cenicienta de una ventana. "Las falsificaciones de la historia", de Julio Caro Baroja. Hacía más de dos horas que leía concentro, y ahora se le empezaban a aparecer las palabras como pegotes densos y confusos. De pronto, sintió la necesidad de salir a la calle y despejarse con el ambiente fresco y el olor a mojado de la tierra. Agarró su chaqueta, su bufanda y se fue. Una vez en la calle se percató de que había olvidado el paraguas, pero renunció a dar media vuelta pensando que, acaso con un poco de suerte, la lluvia habría cesado definitivamente. Recogiéndose la solapa con una mano, miró al cielo con recelo suplicándole fidelidad y siguió andando con el cuerpo un tanto inclinado. Había poco tránsito. A un lado y a otro las paredes se levantaban como desplegadas por un botón que las hacía cambiar de color y tamaño. Un reguero de agua lindaba la acera y corría para caer, a modo de catarata, por las gruesas ranuras de las alcantarillas. Sobre el metal y los cristales de los coches aparcados, las gotas de la lluvia se contraían y se apretujaban unas con otras formando colonias de estrellas despuntadas. En ellas brillaban las primeras luces de las farolas.
     Durante un rato deambuló solitario por el barrio, como buscando una alternativa a la rutina, pero sus pasos casi siempre le llevaban hacia el mismo sitio. Así que no tardó en llegar al bar donde solían dejarse caer sus amigos. Los reconoció en el interior, alrededor de una mesa, charlando animosamente. Su novia, como era de esperar, no estaba. Se adentró y tras unos salu¬dos más gestuales que otra cosa se sentó con ellos. A su lado, dos muchachos ya tienen la risa atolondrada que provoca la droga. Él se limita a sonreír complaciente. Uno de ellos se levanta y se va al servicio con un bolso de tela colgando del hombro. Mientras tanto, el silencio se ha hecho con los demás. Alguien está contando un chiste, aquél de los dos tomates que van a cruzar la carretera y le dice uno al otro: "¡Cuidado!", ¡Chof!, y el otro: "¿Qué?", ¡Chof! Y cuando termina de contar el chiste sólo se ríen el que lo ha contado y el drogata que queda. Los demás medio sonríen y siguen con su conversación. Entonces el drogata, le toca el brazo y le dice muy flojito:
-    Está abajo, metiéndose caballo en vena. Tiene para los tres.
    Él, por un instante, no comprende, pero ve que la mirada de su amigo se dirige a la silla vacía. Sólo lo había probado una vez, y no es que le hiciese demasiada gracia, pero en aquel momento un cierto sentimiento de despreocupación se le cruzó por dentro invitándole a la aventura, la excitación y el riesgo. Aquel día, ya digo, había buscado trabajo infructuosamente, había hecho el amor con su novia y se había sumergido en las falsificaciones de la historia con Julio Caro Baroja...

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IV

     A la mañana siguiente, un periódico de difusión nacional le dedicó unas líneas:

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JOVEN MUERTO POR SOBREDOSIS

Un joven de veintidós años de edad fue encontrado muerto ayer en el servicio de un bar. Al parecer, la causa del fallecimiento ha sido una sobredosis de heroína. El nombre del joven responde a las iniciales de...

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     Pero aún entre las sombras, unos ojos verdes lo seguían buscando y a veces creían encontrarlo, con las manos metidas en los bolsillos, dejándose atrapar por las pantallas iluminadas de los escaparates. Y cuando esto ocurría los ojos sonreían abiertamente, pues querían hacerle comprender de golpe todo lo que sentían por él. Luego, al llegar la noche, su cuerpo atlético era recordado por una piel desnuda rodeada de sábanas y por una lágrima furtiva que brotaba de la mancha de sus ojos, hasta perderse en la oscuridad y los finos hilos de la almohada.

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